Terapeuta: Mira, hay un autor que me gusta mucho, Herman Hesse, que escribió El lobo estepario, no sé si lo has leído [la muchacha niega con la cabeza]. En esta novela el protagonista está mal, sufre, no se encuentra cómodo en este mundo y decide que lo mejor que puede hacer es suicidarse: decide el día y el año; planifica que se matará cuando cumpla cincuenta años. Lo prepara todo, está todo organizado. Mientras tanto, sigue viviendo, o tal vez empieza a vivir, precisamente sabiendo que ha decidido cuándo morirá. El hombre se entrega a la vida como nunca lo había hecho antes. Y precisamente porque sabe que se matará a los cincuenta años consigue vivir bien los años que le quedan. Llega a los cincuenta años, y entonces entiende que tomó esa decisión como un modo de lograr vivir bien.
Tú también podrías planificar tu suicidio, y mientras tanto arriesgarte a vivir. Puesto que la única libertad que nos queda es el suicidio, mientras tanto podemos arriesgarnos a ver si la vida nos gusta; has recorrido un trecho demasiado breve para saberlo. Y te has quedado atrapada en situaciones patógenas. Te voy a contar un secreto: yo hice lo mismo. El mismo pensamiento, el mismo deseo, la misma cita a los cincuenta años; y ahora tengo cincuenta y cuatro (…)
Arriesgarse a vivir
Paciente: ¿Y estos años de más habrán significado algo si usted muriese mañana?
T: Sí, porque he estado muy bien, y porque he vivido intensamente cada instante, o al menos es lo que procuro.
P: Bravo por usted, de verdad. Para mí es tiempo perdido, total, lo haré de todos modos. ¿Vivir para hacer qué? Mire, moriremos igualmente, ¿no? Tanto da…morir antes o morir después, no tiene sentido.
T: Si quieres hacerte daño, nadie puede impedírtelo, eso está claro. Las tres primeras líneas de El mito de Sísifo, de Albert Camus, dicen justamente esto, puesto que podemos suicidarnos -que, por otra parte, es lo más razonable-, vale la pena vivir la vida con la mayor intensidad posible.
P: ¿Por qué?
T: Justamente porque se puede morir un instante después.
P: Pero una vez que estás muerto, no eres nada. ¿Y entonces?
T: Polvo al polvo… y entonces todavía vale más la pena: cada momento que vives es un don y hace que te arriesgues a descubrir que hay algo hermoso que todavía no has visto.
P: Seguramente, pero yo no quiero verlo porque total tendré que dejarlo cuando muera.
T: O sea que básicamente eres una miedica y no una heroína. Lo que me has dicho me anima, ¿sabes por qué? Porque no tengo delante una heroína que puede suicidarse, sino una persona que tiene miedo, y el que tiene miedo no se mata. Siento un enorme respeto por la persona que se mata con valor y un enorme desprecio por quien lo hace por otros motivos. Para hacerlo, hay que ser o muy valiente y decidido, o estar muy mal de la cabeza en ese momento. Puesto que no me parece que estés tan mal de la cabeza, y además no eres tan valiente, estoy tranquilo. Pero quisiera que recordases lo que te he dicho.
La muchacha finalmente se derrumba y comienza a llorar (…) Serena sale de la habitación como hipnotizada (…)
Una miedica y no una heroína…
La relación se vio favorecida por el hecho de que, por primera vez, no se intentó disuadirla o convencerla de que no hiciera lo que tiene intención de hacer, sino que, sin mostrar miedo por el posible gesto, se la indujo a afirmar que la que tiene miedo es ella. Serena tiene miedo de vivir sabiendo que un día deberá morir, miedo de morir sabiendo que ha vivido en vano, miedo de no tener valor ni para vivir ni para morir.
En situaciones límites como esta es indispensable que el terapeuta demuestre que es capaz de sostener cualquier postura que adopte el paciente, de sintonizar con sus exigencias, por disfuncionales que sean, para inducirle luego a cambiar su punto de vista anulando las posibles resistencias. Fue importante afirmar: “Si quieres hacerte daño, nadie te lo puede impedir”, rechazando el chantaje relacional de la paciente, para mantener intacta la facultad de maniobra terapéutica (Milanese, Cagnoni, 2009; Meringolo, Chiodini, 2016).