Haley-MadanesLa ordalía

(Habla Haley):
La terapeuta Wimalapathy Ismail cierto día recibió y entrevistó a una esbelta y atractiva joven negra, la señorita Simpkins, que había dejado su empleo recientemente y demandaba tratamiento (…)
Ni el trabajo ni la vida social le interesaban en absoluto. Desde hacía varios años tenía un amigo taxista, pero él ganaba poco dinero porque sólo conducía el taxi ocasionalmente (sus palabras dieron a entender que ella lo mantenía con su buen sueldo). Cuando la terapeuta le preguntó qué más había estado sosteniendo, la joven respondió que venía pagando las cuotas de una hipoteca sobre su casa. Su padre había desaparecido años atrás; su madre había fallecido hacía nueve años, dejándole una casa grande… y la hipoteca.

Sólo cuando se vio presionada, la señorita Simpkins sacó a relucir el hecho de que también mantenía a su hermano; lo mencionó como si lo acabara de recordar. El hermano tenía 29 años, pasaba los días sentado en el living y nunca salía de la casa. En un tiempo había asistido a un college, pero luego abandonó los estudios y empezó a pasarse la vida ahí sentado, sin hacer nada. Simpkins no sólo lo mantenía y alojaba, sino que preparaba las comidas, hacía las compras y trajinaba a su alrededor, limpiando la casa. Su hermano hablaba poco y únicamente cuando le dirigían la palabra. Dijo que era un hombre agradable y honesto, siempre fiel a su palabra, pero que, simplemente, no hacía nada (…)

El hermano

Tal vez mejorase aún más si pudiera dejar de sostener a ese hermano que se limitaba a permanecer sentado en el living. Por consiguiente, la doctora Ismail le pidió que lo trajera a la próxima sesión.

Así lo hizo. El hermano se llamaba Oscar y resultó ser un hombre de aspecto agradable que vestía ropa de trabajo. No decía nada voluntariamente. Pero si le hacían una pregunta, contestaba con cortesía. Su característica más sorprendente era el bigote, grande y tupido como un matorral, que le ocultaba la parte inferior del rostro; era un bigote impresionante, prolijamente recortado, y se veía que el hombre cuidaba de él.

Todo lo demás en Oscar era opaco: mostraba una expresión de blandura y tedio, hablaba con voz monótona, apenas si hacía ademanes y vestía una ropa gastada e indefinida (…)

¿Estás dispuesto a ayudar a tu hermana?, preguntó la terapeuta. Tras una larga pausa, él replicó:

No hay nada que yo pueda hacer. La paciente hizo un gesto de desesperación y comentó que su hermano siempre decía que no podía hacer nada (…)

La muerte de la madre

La doctora Ismail lo interrogó acerca de la muerte de su madre y Oscar contestó que había fallecido largo tiempo atrás, pero la hermana acotó que había muerto hacía 9 años y, a continuación, relató una historia extraordinaria. Al parecer, Oscar había sido el orgullo y la alegría de su madre (…) Estudiaba con ahínco y obtenía excelentes calificaciones, con la esperanza de poder concurrir a la mejor facultad de derecho; además, trabajaba para pagarse los gastos y llevaba una vida social activa. Su madre y su hermana estaban orgullosas de él. A Oscar le dolía ver cuánto trabajaba su madre, fregando pisos de rodillas, para mantenerlo a él y a su hermana; la amaba y estaba resuelto a triunfar para poder ofrecerle comodidades y bienestar por el resto de su vida.

La madre enfermó y murió repentinamente. Cuando los dos hermanos regresaron a casa, después del funeral, Oscar se sentó en el living, mirando fijamente al frente. Al día siguiente no concurrió a las clases. Su hermana y amigos pensaron que volvería a su vida habitual, pero no fue así. Se quedó ahí sentado, en casa, sin salir a la calle (…) Ella intentó espolearlo por todos los medios que se le ocurrieron (…)

Ahora, después de 9 años, estoy sin trabajo y apenas si podemos comer o pagar la hipoteca, pero, aún así, él sigue sin hacer nada. Perderemos la casa, se lamentó con tristeza Simpkins.

¿Qué pasaría si pierden la casa?, preguntó la terapeuta, dirigiéndose a Oscar.

Sería una lástima, contestó él.

La hermana le advirtió que si no tenía dónde vivir, la municipalidad se haría cargo de él y lo internaría en una institución. Oscar convino en que, probablemente, sucedería eso.
Querría que usted ayudara a su hermana, dijo la terapeuta.

Yo también lo desearía, pero no puedo, replicó él (…)

Falta de interés

Al terapeuta y al supervisor les pareció harto evidente que su falta de interés por la vida obedecía, en parte, al hecho de ver a ese hombre sentado, en su casa, malgastando una vida que había sido prometedora (…)

Acotó que si alguna vez empezase a hacer algo, probablemente continuaría haciéndolo, pero le era imposible emprender una acción. Admitió que, tal vez, moriría de hambre o sería internado en alguna institución si su hermana dejaba de mantenerlo, pero añadió que nada podía hacer al respecto (…) Sus ojos miraban con tristeza, por encima de aquel bigote enorme.
La terapeuta trazó un plan y luego entrevistó conjuntamente a los dos hermanos. Preguntó a la señorita Simpkins si estaría dispuesta a buscar empleo si su hermano saliese a trabajar. Ella respondió que Oscar nunca haría eso, pero, al verse presionada, dijo que si él conseguía trabajo, cosa que le parecía increíble, ella volvería a su antiguo puesto u obtendría otro y empezaría a interesarse nuevamente por la vida. No obstante, concluyó, su hermano nunca saldría a buscar trabajo (…)

Debe hacer lo que yo le diga

Finalmente, la terapeuta le dijo a Oscar: Usted no ha sido capaz de ponerse a trabajar, pero yo puedo conseguir que lo haga. Puedo garantizarle que saldrá de su casa y obtendrá un empleo, pero, eso sí, debe acceder a hacer lo que yo le diga, si no lo obtiene. El la miró intrigado y ella continuó diciéndole: Quiero que usted convenga en que el próximo lunes, o sea, de aquí a una semana, tendrá un empleo y estará trabajando en él; de lo contrario, hará lo que le diga.

¿Qué haré?, preguntó él.

Algo que lo inducirá a salir a trabajar, porque no querrá hacerlo. Será una tarea que usted podrá cumplir fácilmente, en pocos minutos y sin problema alguno. Sin embargo, preferirá ir a trabajar antes que ejecutarla (…)

¿Debo acceder a cumplirla sin saber en qué consiste?, inquirió Oscar. Fue una de las pocas ocasiones en que formuló una manifestación voluntariamente; además, tenía una expresión divertida y se podía decir que había más vida en él, al despertársele la curiosidad (…)

¿Está dispuesto?

¿Dispuesto a hacer qué?

Dispuesto a hacer lo que yo le diga, si el próximo lunes no está trabajando –respondió la doctora Ismail y añadió sonriendo-: Dice que no puede hacer nada, pero puede decirme que sí y sé que, si accede, cumplirá. Porque es un hombre honrado.

Por eso no quiero dar mi conformidad a la ligera –explicó él- Usted podría pedirme que haga algo terrible.

Nada hay más terrible que malgastar su vida, como lo está haciendo ahora, replicó la terapeuta (…) Debe dar su consentimiento sin saber qué es…y si no lo da, nunca sabrá en qué consistía esa tarea (…)

El arte de la ordalía

Oscar se quedó pensando por un rato. Después, pareció experimentar cierta agitación interior y, por último, dijo: Muy bien, accedo a hacer lo que usted me diga. Si para el próximo lunes no estoy trabajando, ¿qué debo hacer?

Debe afeitarse el bigote, le indicó la doctora Ismail.

Oscar la miró pasmado y se llevó la mano al único bien de cuya posesión se enorgullecía.

Cuando la señorita Simpkins se presentó para una nueva sesión, comentó con asombro que su hermano había pasado todo ese tiempo fuera de casa buscando trabajo.

Esa mañana había tenido una entrevista con gente que, muy probablemente, lo contrataría (…)

El lunes siguiente, Oscar ya trabajaba, pero no quiso ver más a la terapeuta. Su hermana también salió a trabajar, continuó tratándose con la doctora Ismail durante dos meses y recobró el interés por la vida. Dijo que su hermano parecía haberse recuperado de la muerte de su madre, se ganaba la vida y había vuelto a visitar a sus amigos.

(De “Terapia de ordalía. Caminos inusuales para modificar la conducta” Jay Haley. Amorrortu.)

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