Hace ya algunos años recibí una llamada telefónica de un médico que dijo que necesitaba consultarme el caso de un paciente suyo, afectado desde hacía muchos años, de una grave forma de acrofobia (miedo a las alturas).
Me explicó que su paciente no era capaz de viajar en coche debido al miedo a atravesar viaductos y puentes, incluso de mínima altura. Ni subir más allá del primer rellano de una escalera que tuviese el hueco en el centro. Estas limitaciones le obligaban a tener una vida personal y profesional reducida y basada en la continua asistencia de su mujer, que lo acompañaba a todas partes. El médico dijo que para su paciente era del todo imposible venir a verme porque, para hacerlo, tenía que atravesar algunos viaductos en los Apeninos que, para él, incluso acompañado, era un desafío demasiado arduo.
Le respondí que podía dar indicaciones telefónicas a su paciente para conseguir que me visitara. A esta afirmación su curiosa respuesta fue: Entonces ¡prescríbamelas, por favor! El paciente acrofóbico era él mismo.
Primeras indicaciones para la acrofobia
Sin poner ningún acento en su fraudulenta comunicación, le ofrecí mis indicaciones, avisándole de que quizás le podrían parecer extrañas pero que tenía que seguirlas al pie de la letra.
Tendrá que esforzarse por hacer dos cosas: la primera, telefonearme cada treinta kilómetros para informarme de cómo van las cosas; la segunda, al acercarse a los viaductos que teme, esfuércese en mantener una velocidad constante de 77 kilómetros por hora, o bien 66 kilómetros.
Le recomiendo que mantenga la aguja de su cuentakilómetros exactamente en una de estas dos velocidades a lo largo de cada viaducto (…)
Más tarde me informó de que había atravesado el primer viaducto concentrado en la aguja de su cuentakilómetros fija en los 66 k/h.
La estratagema
En este caso, la estratagema consiste en cambiar la atención de la persona del intento de tener controlado su miedo a la ejecución de la tarea que lo mantiene concentrado en su realización.
El médico, tras algunas llamadas telefónicas más, llegó jadeante pero excitado por lo que había conseguido hacer (…)
Tratándolo como a un colega experto, importante estratagema relacional que hay que aplicar con quien tiene una baja autoestima, le pregunté cómo se explicaba el hecho de que hubiera logrado atravesar varios amenazadores viaductos sin haber tenido reacciones de pánico. Me explicó que había confiado en mi como en un mago. Y creía que esa confianza le había hecho capaz de hacer lo que antes no hubiera podido.
Además, añadió que las etapas telefónicas habían hecho que pareciera que recorría solamente treinta kilómetros en lugar de trescientos. Esto se debía a que las breves conversaciones telefónicas habían representado un punto de llegada y no de paso. Como si en realidad hubiese hecho muchos pequeños viajes en lugar de un gran viaje.
La peor fantasía para el miedo a las alturas (acrofobia)
Nuestra primera sesión finalizó con las acostumbradas prescripciones para el tratamiento de la acrofobia. La primera, proceder de la misma forma en su viaje de vuelta, con la única variante de telefonearme una vez hubiera llegado a su casa. La segunda, la prescripción del ritual cotidiano de la peor fantasía (…)
En la siguiente cita el paciente se mostró como mínimo entusiasta. Durante las dos semanas transcurridas se había desplazado, por primera vez, en coche a lo largo y ancho de su provincia. Había atravesado puentes y viaductos, concentrado tranquilamente en la velocidad, que había cambiado de 66 a 77, 88 y 99 km/h. Lo mismo había hecho en el viaje a mi visita, divirtiéndose en cambiar la velocidad en cada viaducto.
Explicó que la técnica de la peor fantasía había funcionado para él como una inyección de anfetaminas: le había cargado en lugar de darle miedo. Y le había empujado a afrontar su miedo en vez de escapar de él (…)
La terapia continuó con la gradual conquista de la superación de cada uno de sus miedos patológicos. La técnica de la peor fantasía, que debía aplicar en caso de reacción de pánico, fue su fiel compañera en aquel viaje de descubrimiento de sus verdaderas capacidades personales.
Al final de nuestro trabajo, el medicó declaró, como prueba definitiva de nuestro éxito, que había encontrado al mago en sí mismo.