En un par de ocasiones en que Fabiola fue llamada a la pizarra para preguntarle la lección, tal era la tensión que había sufrido el clásico desmayo (…) Desde hacía unos meses se le tomaba la lección fuera de la clase, con la sola presencia del profesor. Pero también con este caparazón protector Fabiola vivía con la angustia del inminente desmayo: los síntomas eran tan perturbadores que le hacían perder cualquier tipo de lucidez posible.
Miedo de tropezar y caerse
Llegó a mi estudio acompañada de su madre (…) La chica explicó que la verdadera causa de su agitación no era la de demostrar no estar preparada, hacer el ridículo por no haber estudiado, sino la de caerse en clase (por ejemplo mientras se desplazaba a la pizarra), de tropezar, de engancharse con la pata de una silla o con la pierna de un compañero y caer estrepitosamente al suelo entre la risa general. Esto la habría definitivamente marcado a fuego como socialmente inadecuada.
“Bien” le dije, “partamos con el pie adecuado“. Ríe. Le propuse como primer objetivo el de hacerse buena en comprender cómo no caerse.
Tarea antropológica: miedos ajenos
Para conseguirlo le di una tarea “antropológica”. Cuando preguntaran la lección debía estudiar atentamente las señales de agitación de los compañeros de clase. Esto le ayudaría a comprender el motivo por el cual los demás estaban tan calmados, al contrario que ella, y qué hacer para parecerse a ellos. En suma, se debía transformar en una antropóloga de la calma ajena.
Lo que contó en el encuentro sucesivo fue de verdad divertido. Fabiola se había dado cuenta de que mientras preguntaban los compañeros de clase estaban de todo menos calmados: escoliosis estratégicas para esconderse tras los compañeros de la primera fila, cabezas oblicuas, trayectorias de miradas huidizas para evitar el cruce con la del profesor, respiraciones contenidas que desafiaban cualquier récord de apnea estática…
Después, pescada la primera víctima, hete aquí que todos recuperaban la respiración. Peligro superado. Pero con gran estupor, Fabiola observó que en ese punto toda la clase, lejos de burlarse de las dificultades del inmolado de turno, empatizaban con él. Algunos, además, se retorcían empáticamente cuando el profesor hacía preguntas difíciles a la víctima.
La peor fantasía para el miedo a salir a la pizarra
Visto que no podemos aprender de tus compañeros de clase, que parecen tener tus mismos problemas, debemos aprender solos cómo no caer y no hacer el ridículo, fue mi neutral y paradójico comentario.
Le pedí que se ejercitara, en la fantasía, en prever todas las posibilidades de caída, incluso las más improbables, durante media hora al día. Esto la ayudaría a evitar que sucediese. Hacerse expertos del tropiezo para mantenerse en pie.
Imagina también que tus compañeros de clase se ponen a valorar la calidad y te acaban dando notas a cada caída…y deberás tratar de evocar durante toda la media hora las emociones de la vergüenza: ponerte roja, írsete la cabeza y desmayarte, los otros se empiezan a reír, a reír a carcajadas, a llorar de risa…se sienten mal de lo ridícula que eres, y tú te sientes mal porque les haces divertirse…
Mi expectativa se demostró exacta: dos semanas de ejercicio al día “de caída horrible y vergonzosa” fueron capaces de bajar enormemente el umbral del miedo. Fabiola me dice que en clase se siente mucho más tranquila y que quizás su miedo ha sido ligeramente desproporcionado (…) Le molestaba cuando los profesores le decían, delante de todos, que la interrogarían separadamente, comunicándole la fecha y hora exacta. Esto le hacia sentir una privilegiada, y una compañera en particular se lo había hecho notar de manera educada.
Adistramiento de profesores
Pusimos entonces a punto el arma final, el adiestramiento “profesoral”. Para ello pedimos también la ayuda de la madre. Se les dijo a los profesores que debían interrumpir la toma de lección privilegiada y volverla a preguntar como a todos los demás. Y que solo si ocurría un desmayo, la única cosa sabia que se podía hacer era llamar a una ambulancia (…)
La siguiente vez que fue preguntada fue una experiencia fortificante. Fabiola estaba nerviosa pero no le sucedió nada rocambolesco. De hecho recriminó conmigo el hecho de que la profesora le hubiese dado solo un 5 y medio porque le había preguntado un par de cosas que no se sabía.
A finales de año había obtenido malas notas en tres materias y debía recuperar. Los “interrogatorios voluntarios” de Fabiola enterraron definitivamente el problema. Continuaba ejercitándose mentalmente en caer y hacer el ridículo, después levantaba la mano, salía a la pizarra y se hacía preguntar.
Al respecto de la vergüenza, debemos a menudo recordar que “la ironía es el pudor de la humanidad” (Jules Renard) Salir a la pizarra