(Habla Paul Watzlawick:)
Ya que hablamos de amor, empecemos por una advertencia importante. Dostoievski decía que el texto bíblico “ama a tu prójimo como a ti mismo” seguramente ha de entenderse al revés, es decir, que solo se puede amar al prójimo cuando uno se ama a sí mismo.
Con menos elegancia pero con más precisión Groucho Marx expresó la misma idea decenios más tarde: “Ni por asomo se me ocurriría hacerme socio de un club que estuviese dispuesto a aceptarme como tal.” Si usted se toma la molestia de sondear la hondura de este chiste, ya puede considerarse preparado para lo que sigue.
Algo enigmático
En todo caso, ser amado es algo enigmático. Investigar para poner en claro el asunto no es aconsejable. En el mejor de los casos, el otro no sabrá qué decirle; en el peor de los casos, resultará que su motivo es algo que usted mismo hasta el momento no había tenido nunca como su cualidad más agraciada; por ejemplo, un lunar en su hombro izquierdo. Otra vez y sin lugar a dudas, callar es oro (…)
Fijémonos en la frase siguiente de una carta de Rousseau a Madame d´Houdetot: “Si Vos llegáis a ser mía, voy a perderos, precisamente porque luego os poseeré, a Vos, a quien adoro.” Puede que sea útil leer la frase otra vez. Lo que parece que Rousseau quiere decir es: el que se me entrega, por esto mismo ya no es apto para seguir siendo el prototipo de mi amor.
Este concepto aparentemente exaltado es de uso corriente en un conocido país meridional, en donde el amante, convencido de su pasión, asalta a su adorada para que le conceda su amor y tan pronto como ella se deja conquistar, la desprecia, pues una mujer decente nunca habría hecho “esto”. En el mismo país rige también el principio -está claro, nunca reconocido oficialmente- de que todas las mujeres son putas, excepto mi madre -ella fue una santa-. Es evidente, con la madre “esto”, naturalmente, no iría (…)

El que mejor expresa este dilema, según Watzlawick
¿Digno de amor?
El requerimiento clave es su falta de convencimiento de ser digno del amor de los demás. Con esto, por de pronto, ya se desacredita todo aquel que quiere a alguien. Pues el que quiere a alguien que no merece ser querido no está en su cabal juicio. Defectos característicos como masoquismo, apego neurótico a una madre castradora, fascinación morbosa por lo de calidad inferior y otros motivos de esta especie serían las explicaciones del amor del hombre o de la mujer en cuestión y, por lo mismo, harían su amor insoportable (…)
Y así se descubre la mezquindad no solo del ser amado, sino también del amante y hasta del mismo amor. ¿Qué más se puede pedir? De todos los autores que conozco, Laing en sus Knots es el que mejor ha expuesto este dilema, por esto cito textualmente sus palabras:
No me aprecio a mí mismo.
No puedo apreciar a nadie que me aprecie.
Solo puedo apreciar al que no me aprecia.
Aprecio a Jack,
porque no me aprecia.
Desprecio a Tom
porque no me desprecia.
Solo una persona despreciable
puede apreciar a alguien
tan despreciable como yo.
No puedo querer a nadie
a quien yo desprecie.
Como quiero a Jack
no puedo creer que él me quiera.
¿Cómo puede demostrármelo?
Lo más práctico, según Watzlawick
Solo a primera vista parece esto absurdo, pues las complicaciones que comporta este punto de vista son clarísimas. Ello no tendría que desanimar a nadie; o como dice Shakesperare en uno de sus sonetos:
“Esto lo saben todos; pero no saben cómo huir del cielo, que atrae este infierno”
Lo más práctico, en definitiva, es enamorarse desesperadamente de una persona casada, de un cura, de una estrella de cine o de una cantante de ópera. De este modo, uno viaja lleno de esperanza sin llegar nunca. Y, además, se ahorra la desilusión de tener que comprobar que el otro está dispuesto a aceptar la relación, con lo que inmediatamente se convertiría en inatractivo.
Paul Watzlawick.
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