Con las palabras de Wittgenstein, el mentirse a uno mismo, así como el mentir a los otros, se convierte en un juego lingüístico que hay que aprender a utilizar con fines nobles. Habiendo demostrado que esto no es ni moralmente ni éticamente reprobable, sino que se trata de un instrumento que, si se utiliza correctamente produce beneficios sustanciales a nosotros mismos y a los otros, ahora debemos aprender a mentirnos y a auto engañarnos de manera funcional, conscientes de que esto sucede muy a menudo sin la guía del intelecto.
Podría parecer un rompecabezas insoluble, pero en realidad es más fácil de cuanto se cree. Debemos vigilar constantemente nuestra tendencia a querer encontrar verdades tranquilizantes y definitivas, confiando solo en las luces de la razón y de la coherencia. Esta defensa ante el miedo a no tener todo bajo control nos aprisiona constantemente, haciéndonos artífices primero, y víctimas después, de nuestras expectativas y de nuestros temores, impidiéndonos dejar que nuestras dinámicas internas fluyan libremente.
En términos más concretos, no se trata de forzarnos en una dirección, sino de bloquear lo que espontáneamente hacemos para defendernos. De modo que sin dar más coba a aquella parte de nosotros que quisiera tenerlo todo bajo control (que a su vez es una forma de autoengaño), podemos oscilar en la percepción de las cosas entre sensación y razón, entre fantasía y racionalidad. Esto no debe asustarnos, porque es parte de nuestra compleja naturaleza de los seres humanos: como la neuropsicología moderna demuestra, debemos hacer coexistir tanto las solicitudes del paleoncéfalo como las del telencéfalo.
Dejar que las cosas fluyan
El juego por tanto no está en el control, sino en el dejar que las cosas fluyan. Dirigiéndolas después en la dirección deseada, habituándonos a estar en equilibrio, como un funámbulo que camina sobre la cuerda. Aprendiendo a valorar las cosas por lo que producen y no por lo que son a priori. Cada “a priori”, como advierte Pascal, es aquello que nosotros ponemos en las cosas, “no aquello que hay en ellas”. Mientras que los efectos de lo que hacemos son la medida efectiva en base a la cual gestionar nuestras acciones.
Esta no pretende ser una visión naïf del “buen salvaje”. Y mucho menos el “sé espontáneo” de la New Age, visiones bien lejanas de la nuestra, en las cuales se considera, sin embargo, que la naturalidad no es nunca buena o segura como constructo operativo. Porque además, el concepto de espontaneidad, ya explicado en otros textos (Nardone, De Santis, 2011), es decididamente ambiguo y paradójico en sus efectos más concretos: en el momento en que me impongo el ser espontáneo no lo consigo porque me lo estoy prescribiendo a mi mismo.
Conclusiones de mentirse a uno mismo (autoengaño)
Lo que sin embargo trato de demostrar ahora es que, igual que somos buenos para construirnos trampas mentales, también podemos serlo para liberarnos. En nuestro caso, se trata de liberarse de la asunción moral y de la prescripción ética derivada del rechazo y la condena de la mentira en la relación con nosotros mismos. La gestión de los propios autoengaños se expresa primero de todo con los métodos para contrastar el excesivo intento de control de lo que sin embargo debe fluir. De modo que todos los recursos del individuo puedan expresarse en su constante contraste.
Después de todo, se trata de poner en práctica, a través de algunas técnicas experimentadas, los autoengaños funcionales y estratégicos, lo que supone transformar un posible límite en un formidable recurso para afrontar los desafíos que la vida nos pone delante sin tregua.
(De “L´ arte di mentire a se stessi e agli altri”. Giorgio Nardone. Ponte alle Grazie). Mentirse a uno mismo (autoengaño).