El caso de un niño diagnosticado de autismo
Hace unos años se presentaron en el Centro de Terapia Estratégica de Arezzo los padres, alarmados en grado sumo, de un niño al que se le había diagnosticado autismo en la escuela primaria.
La madre, con la voz quebrada por el llanto, cuenta que su hijo empezó a comportarse de una manera extraña ya desde pequeño. Concretamente, jugaba a juegos que ella calificaba de “fantásticos”. Se aislaba y repetía fórmulas y conductas estereotipadas. Además, se ponía extraordinariamente nervioso si le interrumpían alguno de sus juegos característicos, como:
- lanzar una y otra vez una pelotita contra la pared,
- poner en fila los objetos siguiendo siempre la misma secuencia,
- o correr arriba y abajo por la habitación.
Lo mismo ocurría cuando repetía sin cesar algunas frases en apariencia sin sentido, pero que evidentemente para él debían tener importancia, puesto que se ponía agresivo si intentaban interrumpirle.
Después del diagnóstico que se le hizo a los ocho años, como es habitual en estos casos, el niño empezó una psicoterapia con sesiones semanales o bisemanales, y se pidió y se obtuvo un profesor de refuerzo en la escuela. Los padres fueron remitidos a otro psicoterapeuta para ayudarles a aceptar la enfermedad del hijo, y ambos fueron culpabilizados: la madre por ser demasiado ansiosa y problemática, y el padre por estar ausente, por motivos de trabajo, de ese contexto familiar problemático.
La ya deteriorada estabilidad familiar empeoró aún más por obra de quien habría debido sostenerla, con el resultado de que marido y mujer se echaban las culpas mutuamente.
Terapia indirecta para el presunto autismo
En casos de este tipo no se puede intervenir bloqueando las soluciones intentadas disfuncionales, porque sería como comunicar a todos los profesionales implicados -y son muchos- que se han equivocado en todo. Un gesto así aumentaría su resistencia al cambio, debido al deseo de defender su propio rol, y desembocaría en un fracaso seguro.
Como es habitual cuando el problema afecta a un niño menor de catorce años, se inició una terapia indirecta, o sea, realizada a través de los padres, con la intención de evitar el fenómeno llamado de “etiquetaje” o, en el momento en que se haya dado un diagnóstico, como en este caso, un agravamiento posterior del mismo. En efecto, cuando se hace un diagnóstico, la respuesta del niño es comportarse de manera distinta a los otros niños.
A esto hay que añadir el hecho de que todo el sistema que lo rodea actúa en consecuencia; de este modo la etiqueta diagnóstica inventa y construye una dinámica que alimenta el problema, o incluso lo crea.
Una nueva profecía: trastorno obsesivo compulsivo
En este caso concreto, se proporcionó a los padres, así como a los profesores y al director, una nueva profecía: se les pidió que imaginaran que el niño sufría un trastorno obsesivo-compulsivo en vez de autismo. La diferencia es que el trastorno obsesivo-compulsivo se incluye entre las neurosis y, por tanto, se puede curar del todo.
Se pide, por tanto, a todos que se comporten “como si” el niño fuese obsesivo-compulsivo y que hagan un experimento: cada vez que empiece a practicar sus rituales, el que esté más cerca de él deberá acercarse y decirle:
Repítelo delante de mí diez veces. Te quedarás aquí, delante de mí, hasta que lo hayas repetido diez veces
De este modo, el niño pone en práctica ese comportamiento sin estar dominado ya por la obsesión, porque ahora es quien lo prescribe el que se apodera del ritual: éste ya no es compulsivo, sino realizado voluntariamente. Si el niño deja de desarrollar sus rituales, de inmediato o poco a poco, quiere decir que no es autista, sino obsesivo compulsivo.
En cuanto a la tendencia al aislamiento, se les pidió a los adultos de referencia que, cada vez que el niño se aislara, le dijeran:
Bien, ahora te quedarás fuera cinco minutos, y en este tiempo no podrás de ningún modo entrar a hablar con los demás
Si no se trata de autismo, el niño violará la regla y entrará de inmediato, porque sabemos que cuanto más le pedimos a un niño que no haga una cosa, más ganas tiene de hacerla. Esto es lo que sucedió, y el niño sorprendió a todos dejando de practicar rituales y de aislarse. (…)
La profecía que se autorrealiza y el efecto halo
¿Cómo es posible que un diagnóstico formulado por un equipo de especialistas se haya desmontado hasta el punto de pasar de la etiqueta de “autismo” a la de “ligero retraso en el aprendizaje”? La premisa esencial para dar respuesta a esta pregunta es aceptar que en el campo de la psicología o de la psiquiatría no hay diagnósticos ciertos.
Generalmente, como ya se ha señalado, cuando se formulan de manera rígida resultan peligrosos porque se transforman en anatemas lanzados sobre la persona y sobre la familia que, como en el caso descrito crean el efecto de la profecía que se autorrealiza.
Nos olvidamos con demasiada frecuencia de este efecto, conocido en la historia de la psicología como efecto halo: la tendencia por parte del investigador a influir en un fenómeno en el momento mismo en que lo observa, en virtud de sus propias competencias. En otras palabras, se trata de una confirmación de los propios juicios a priori. O como decimos nosotros, de un sublime autoengaño.
La estrategia elegida fue la de conocer un problema a través de su solución, en vez de asignar una etiqueta que, estigmatizando a la persona, acaba produciendo ese problema o esa patología.
Tanto los profesores como los directores tienen el derecho, por no decir el deber, de dudar y de invitar a los padres a hacer lo mismo. Y a no quedarse con la opinión del primer profesional consultado.
(De “Curar la escuela. El Problem Solving estratégico para profesionales de la educación”. Elisa Balbi y Alessandro Artini. Herder)