A medida que los niños crecen y se dedican a la escuela (…) los casados deben encontrar otros recursos. En esta etapa, un amorío suele ser una de las mejores posibilidades de intensificar la desdicha (…) Pero descartemos inmediatamente los amoríos que no perturban un matrimonio; en efecto, muchas parejas se estabilizan gracias a las complicaciones extramatrimoniales. La supuesta víctima no le reclama nada porque se siente aliviada de que su cónyuge se entretenga en otro lugar. La amante de rutina o el amorío discreto no dejan margen para la discordia.
El objetivo de alcanzar la amargura matrimonial solo puede lograrse con una aventura que realmente provoque aflicción al consorte. Los amoríos configuran un continuo, desde aquellos que causan un mínimo de amargura hasta los que determinan un intenso sufrimiento. En general, los amoríos se dividen en malignos, desconcertantes y míticos.
El amorío maligno
Es el amorío que se tiene con el mejor amigo o amiga, o, en el caso extremo, con un pariente del consorte. También es buen candidato un empleado valioso si así se pone en peligro la seguridad de la empresa y la estabilidad económica de la familia. La aventura maligna es la que mayor indignación provoca.
El “Premio al Amorío” se otorgó recientemente a una mujer que logró tener aventuras con cada uno de los mejores amigos del marido, sin excepción. Esto dejó al esposo totalmente aislado de amistades y cada vez más amargado de la vida.
Una variación del amorío maligno consiste en elegir a una persona que es como el consorte en otro tiempo. Un marido elige aquel momento en que su mujer se siente más vieja y empieza a desesperarse por la edad para tener una aventura con una bonita muchacha de veinte años exactamente igual a como era la esposa veinte años atrás. En general, la regla de oro del amorío maligno es “¿A quién pudo elegir para enfurecer a mi consorte?” (…)
El amorío desconcertante
Es el mejor, si uno tiene un consorte excesivamente confiado. El plan consiste en inclinarse al romanticismo con alguien que, por constituir una elección totalmente imprevisible, desconcierta. Por ejemplo, un hombre casado con una mujer elegante y refinada puede tener una aventura con una gorda sucia, pegajosa e inculta y jactarse de ella ante las amigas de su esposa. Una dama digna, seria e intelectual puede optar por una aventura con un hombre de ochenta años o con un motociclista de dieciséis, que es el novio de su hija. En el caso extremo, el hombre puede decidirse por un hombre joven. Esto sumirá a la esposa en la perplejidad, y le hará pensar que hay algo que marcha mal en ella o bien en él, y que nunca lo notó en veintitrés años de matrimonio.
El mérito del amorío desconcertante radica en que provoca amargura, pero también incertidumbre, de modo que el cónyuge vacila, no sabe si recurrir a un hospital neuropsiquiátrico o desquitarse sin misericordia.
El amorío mítico
Permite obtener la desdicha matrimonial sin tener que someterse a la molestia de buscar una relación con una tercera persona. Para alcanzar el objetivo basta que uno de los consortes se convenza de que hay una aventura en curso. Esta convicción es fácil de lograr si se empieza por comprender el principio fundamental: para despertar sospechas es suficiente recurrir a una conducta sutil, o rudimentaria si el cónyuge es tonto.
Contestar de forma extraña una llamada telefónica, olvidar un número de teléfono en el mármol de la cocina, demorarse inexplicablemente al volver del trabajo, o no estar donde se supone que uno debe estar, son otros tantos signos de que quizás haya una aventura cuando en realidad no la hay. En caso de suscitarse una escena con interrogatorio, la negativa debe ser, por supuesto, demasiado enfática.
Se sabe de casos en que las consecuencias de un amorío mítico ha durado años, corroyendo al matrimonio como el óxido corroe al metal.
El amorío mítico del hombre que volvió de la guerra
Uno de los trofeos otorgados en este campo correspondió a un hombre que volvió de la guerra. Su mujer, encantada de verlo, lo abrazó efusivamente. Se sentaron en un sofá, y cuando estaban a punto de hacer el amor después de dos años sin verse, él dijo:
“Espera. Tengo que confesarte algo. Cuando estaba en el extranjero, comí con una mujer”
La esposa dijo que no importaba y de nuevo le tendió los brazos. Pero inmediatamente se detuvo y dijo:
“Si solo se trató de una comida, ¿por qué me lo confiesas en un momento como este?”
Así empezó una discordia que veinticuatro años después aún continuaba. El preparó todo de manera que ella nunca renunciara a tratar de saber qué había ocurrido en esa comida. Desde luego, era necesario reforzar regularmente las sospechas, cosa que él hizo durante los años de matrimonio y la crianza de cuatro hijos. Cuando la atención de su esposa flaqueaba, él dejaba un nombre femenino escrito en un cajón de su escritorio, en la oficina, sabiendo que ella lo registraría.
En la discusión que seguía a cada oportunidad, resurgía aquella comida de tantos años atrás y echaba más leña al fuego. No todos pueden forjar la desgracia marital y pulsar los botones del consorte con tan poco esfuerzo, Este hombre consumó una hazaña que todos bien podemos admirar.
Aumentar la desdicha
Por supuesto, a veces se discute si un amorío mítico es tan eficiente como una aventura real. Consortes especialmente diestros pueden contar con ambos: el amorío real es disimulado por un amorío mítico (…)
Una aventura real tiene el mérito de que puede ser desdichada, de modo que la persona dispone tanto de un matrimonio desgraciado como de un amorío infeliz, logrando dos infortunios al mismo tiempo. Un caso clásico fue un cierto individuo que tenía mujer e hijos y también una amante con la que tenía un hijo y la trataba esencialmente como una segunda esposa. Todas las noches comía dos veces y discutía dos veces, una con cada mujer.
Se puede retorcer más?
Me ha encantado el artículo.
Exacto, al estilo de Watzlawick.