Intervenciones de Milton Erickson
Nos cuenta Milton Erickson que ya desde niño tuvo que ayudar a su padre en los trabajos de la granja y que muchas veces su padre creaba una ilusión de alternativas dejándole, por ejemplo, elegir libremente entre dar de comer primero a los cerdos o a las gallinas. La elección no consistía en si él quería o no echar de comer a los animales, sino sólo en cual de los dos trabajos (que tenía que hacer de todas formas) prefería hacer “primero”.
Erickson recuerda también que comenzó a utilizar este método en la escuela, al poner a sus condiscípulos ante la elección de dos posibilidades, cada una de las cuales habrían rechazado si se les hubieran ofrecido individualmente, no las dos a la vez.
La ilusión de alternativas es a menudo una parte esencial de las inducciones a trance, por ejemplo:
“¿Quiere usted entrar ahora en trance ahora o más tarde?”
“¿Quiere sentir que los párpados sean cada vez más pesados, hasta cerrarse, o se quedarán cómodamente abiertos?”
El denominador común de todos estos ejemplos consiste, por supuesto, en que en todos ellos se da implícitamente por evidente la entrada en el trance.
Complejos juveniles de Milton Erickson
En cierta ocasión acudió al consultorio de Erickson la madre de una muchacha de 14 años; la muchacha estaba convencida de que tenía los pies demasiado grandes y por eso se iba aislando. Cuanto más intentaban convencerla con buenas palabras, más se aferraba ella a su idea de que sus pies eran deformes. Erickson concertó una visita con la madre, con la supuesta finalidad de someter a un examen médico a la madre misma. En el transcurso de la exploración, Erickson pidió a la muchacha que trajera una toalla, que se quedara detrás de él y tuviera la toalla preparada.
Poco después, dio un paso atrás y “sin querer” le dio un buen pisotón. Ella lanzó un grito de dolor. Entonces Erickson se volvió y dijo acremente: <<Si tus pies fueran lo bastante grandes para que un hombre los pudiera ver, no habría pasado esto.>> Y afirma que esta sola intervención fue suficiente para provocar el deseado cambio en la imagen que la muchacha tenía de sí misma.
Terapia matrimonial
Si Erickson tiene que habérselas, en una terapia matrimonial con una mujer que interrumpe constantemente y que, además, responde siempre por su marido, sin dar a éste ocasión para despegar los labios, dice a la mujer más o menos lo siguiente:
“Sé muy bien que usted quiere ahorrar tiempo y ayudarme. Con todo, necesito también la opinión de su marido. ¿Tiene por casualidad una barra de labios?”
(Por supuesto, casi siempre la tiene.) “Bien, acaso esto le parezca ridículo, pero permanezca usted, por favor, con la punta de la barra suavemente apoyada en su labio superior. Cuando haga yo algunas preguntas a su marido, notará usted que sus labios se mueven un poco, exactamente como si quisieran decir algo. Creo que encontrará usted este fenómeno muy interesante.” Al describir esta intervención, explica Erickson: “Con esto, conseguía yo dar a sus labios una legítima finalidad. Ella no lo entendió, por supuesto, pero en conjunto lo encontró divertido”
Depresión grave
Una paciente gravemente depresiva, que vivía sola, le dijo al principio de la primera sesión que él era su última esperanza y le declaró, como en un ultimátum, que le daba tres meses de plazo para que la ayudara. Si la terapia no le servía de utilidad, se quitaría la vida. En vez de intentar lo mismo o más de los mismo ya intentado sin provecho con anterioridad, a saber, quitarle de la cabeza, con persuasivas palabras, la idea del suicidio, Erickson pasó directamente a hablar el lenguaje de la paciente y le propuso, en monólogos prolijos y monótonos típicos para él, de forma despaciosa y, por supuesto, sin el menor sarcasmo, que empleara aquellos tres meses en hacer todas aquellas cosas que había deseado hacer desde hacía tres años, pero que no se había atrevido a hacer o creía que no podía permitirse.
Todo lo que había deseado hacer
Como hacía ya muchos meses que había abandonado por completo el cuidado de su persona, iba mal vestida y despeinada y era la viva estampa de la desidia, le propuso, en primer término, que visitara un salón de belleza para vivir al menos una vez lo que para las mujeres más favorecidas por el destino era la cosa más natural del mundo todos los fines de semana.
De igual manera, y sin relación inmediata con el suicidio con que amenazaba, le sugirió que se gastara tranquilamente su dinero en elegantes vestidos, en manjares exquisitos y otros lujos similares.
Es fácil de adivinar el resto de la historia. Al mantenerse Milton Erickson dentro del marco del ultimátum que aquella mujer le había trazado, sin someterlo nunca a discusión, consiguió, mediante muchos pequeños pasos, sacarla de aquel marco y modificar de este modo su visión del mundo.
(De “El lenguaje del cambio. Nueva técnica de la comunicación terapéutica”. Paul Watzlawick. Herder Editorial). Milton Erickson