¿Qué es la reestructuración?
Mencionemos la vieja pero nada trivial pregunta humorística sobre la diferencia entre el optimista y el pesimista. El optimista ve la botella medio llena, el pesimista medio vacía. La misma botella y la misma cantidad de vino. Pero son dos concepciones totalmente opuestas, que crean dos realidades también radicalmente distintas.
En esta posibilidad de ser diferentes las “realidades” subjetivas (realidades de segundo orden) radica el poder de las intervenciones terapéuticas conocidas como reestructuraciones. Recordémoslo una vez más: Nunca nos enfrentamos con la realidad en sí, sino sólo con imágenes o concepciones de la realidad. Es decir, con interpretaciones. El número de posibles interpretaciones para cada caso es muy grande. Pero, en virtud de la concepción del mundo del interesado, suele casi siempre quedar reducido, a nivel subjetivo, a una, que parece ser la única posible, razonable y permitida.
En razón de esta única interpretación, la mayoría de las veces sólo se considera posible, razonable o permitida una sola solución. Y cuando esta solución no lleva a la meta apetecida, se busca, típicamente, más de lo mismo. Aquí es donde entra en función la reestructuración, y con excelentes resultados. A condición de que se consiga prestar a una determinada situación un sentido nuevo, también adecuado o incluso más convincente del que le ha venido dando hasta ahora el paciente.
LA ILUSIÓN DE ALTERNATIVAS FRENTE A LA REESTRUCTURACIÓN
Ya hemos visto que la ilusión de alternativas se trata de crear un marco dentro del cual se ofrecen, bajo la apariencia de libre elección, dos alternativas, aunque de hecho las dos persiguen el mismo efecto final, a saber, el cambio terapéutico. Se crea, pues, la ilusión de que sólo existen estas dos posibilidades. O dicho de otra forma, se crea una especie de ceguera para que no se vean otras posibilidades fuera del marco creado.
La reestructuración recorre el camino en sentido contrario: se desbordan los límites de la ilusión, que es inherente a toda concepción del mundo, de que existe un marco universal que excluye cualquier otra posibilidad. Y se muestre de este modo la posibilidad de ser diferente en el sentido de Aristóteles. Esto se consigue poniendo a la vista alternativas y pares de contraposiciones de un orden superior.
EL ESTUDIANTE INTELIGENTE
Un estudiante inteligente experimenta crecientes dificultades para hacer frente a sus deberes académicos. Y esto le preocupa mucho, no sólo porque está cerca del fracaso, sino también porque siente un gran interés por la especialidad que ha elegido y no puede explicarse sus malos resultados.
Tiene además sentimientos de culpabilidad respecto de sus padres, para quienes sus estudios significan una pesada carga financiera. La terapia puede apoyarse en sus dos premisas. A saber, que debería estudiar con gusto y que debe mostrarse honradamente agradecido a sus padres. Para ello, se reestructura su actitud y su crítica de sí mismo como arrealistas e inmaduras: incluso bajo las más favorables circunstancias, estudiar es un deber desagradable y la idea de que debería hacerlo con gusto es simplemente risible.
Lo mismo ocurre con su deber de gratitud frente a sus padres. Éstos tienen, desde luego, derecho a tal gratitud. Pero eso está muy lejos de significar que deba estar gustosamente agradecido. Las dos reestructuraciones se dirigen, pues contra sus paradojas, que son la raíz de sus problemas. El terapeuta puede enfrentar al joven con la alternativa de afianzarse en su actitud, inmadura e irrealista, o de tener el valor propio de un adulto y de rechazarla.
Para facilitarle esta segunda alternativa, puede recomendarle que cada día dedique 5 ó 10 minutos a enfrentarse mentalmente a fondo con todos los aspectos desagradables del estudio: la competencia con los demás estudiantes, los miedos a los exámenes, y sobre todo, que repase las muchas cosas agradables y deseables que podría hacer si no tuviera que estudiar.
EL CASO DEL CHICO INDISCIPLINADO
Mi colega Fisch se enfrentó no hace mucho, con el siguiente problema: uno de los muchachos del albergue, de doce años de edad, tenía la costumbre de interrumpir las clases con sus constantes parloteos o con otras formas de comportamiento indisciplinado. En castigo, se le solía recluir en su cuarto. Y como se negaba a permanecer allí, se recurrió incluso a cerrarle la puerta.
Desde hacía algunos días había empezado a aporrear con manos y pies la puerta cerrada, hasta que le abrían. Y si era preciso, persistía en esta actitud durante horas enteras. El muchacho se las arregló para conseguir que sus golpes se siguieran oyendo por toda la casa.
Se recurrió, pues, a mi colega, bajo el supuesto, no del todo absurdo, de que este joven tenía algún problema psiquiátrico. Pero el psiquiatra consideró el caso como un problema de interacción entre los jóvenes residentes y los vigilantes. Y decidió reestructurar radicalmente la situación para los muchachos a base de proponerles un juego: se trataba de calcular cuánto tiempo duraría el estruendo de los golpes del chico castigado.
El premio al cálculo más aproximado consistiría en una botella de coca-cola. Lo que, de una u otra forma, esperaba conseguir con esta reestructuración, se produjo con gran rapidez. Uno de los muchachos se escabulló de la clase, corrió a la ventana de la bodega y gritó:
¡Oye, sigue golpeando siete minutos más, para que gane una botella de cocacola!
Al instante cesaron los golpes.
(De “El lenguaje del cambio. Nueva técnica de la comunicación terapéutica”. Paul Watzlawick. Herder Editorial)
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