Un domingo, todos en la familia estábamos leyendo el periódico, cuando de pronto Kristi (que tenía entonces dos años) se acercó a su madre, le arrancó el periódico de las manos y lo tiró al piso. Su madre le dijo: “Kristi, eso que hiciste no está bien. Recoge el periódico y devuélveselo a tu madre. Dile que le pides perdón”.
“No tengo por qué hacerlo”, contestó Kristi.
Todos los integrantes de la familia aconsejaron lo mismo a Kristi, y su respuesta fue idéntica en todos los casos.
Entonces yo le pedí a mi hija Betty que la levantara y la llevara al dormitorio. Me acosté en la cama y Betty la dejó caer a Kristi junto a mi. Kristi me miró desdeñosamente y empezó a escabullirse, pero yo la agarré de un tobillo. “¡Soltame!”, gritó. Yo le contesté: “No tengo por qué hacerlo”.
Eso duró cuatro horas. Me pateó y lucho conmigo; pronto consiguió liberar ese tobillo pero yo le tomé el otro. Fue una batalla terrible, un combate silencioso entre dos titanes. Al término de las cuatro horas, ella se dio cuenta de que no podía ganar y dijo: “Levanto el periódico y se lo doy a mami”.
“No tienes por qué hacerlo”
Fue allí cuando descargué el golpe: “No tienes por qué hacerlo”, le dije.
Ella puso su cerebro a trabajar a mayor velocidad y replicó: “Levanto el periódico y se lo doy a mami. Y le pido perdón.”
“No tienes por qué hacerlo“, le repetí.
Se lanzó a toda velocidad: “Levanto el periódico. Quiero levantar el periódico. Quiero pedir perdón a mamá.”
“Está bien”, acepté yo.
Erickson podría haberla dejado ir a Kristi una vez que ella “se dio por vencida”, pero persistió hasta que la niña trocó su “No tengo por qué hacerlo” en un “Quiero hacerlo”. En ese momento había interiorizado la actividad socialmente conveniente. Nunca se describió de una manera tan sucinta, como hace Erickson en esta historia, el desarrollo de la conciencia moral o superyó.
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